Escucho a la gente grande hablar de ese maestro o maestra
que les cambió la vida. Cuando los escucho es imposible no pensar que soy una
ingrata de mierda. O peor, una idiota resignada. Idealizo a quien no lo merece
y sobajo a quien merece el pedestal.
Tenía 21 años. Acababa de darme de baja de la Escuela de
Diseño en Bellas Artes bajo la sentencia paterna de no tener más apoyo
económico para mis estudios. Si quería “ser alguien en la vida” debía costearlo
yo misma. La inercia me ganó y terminé en la escuela que estudiaba una amiga,
que convenientemente estaba a unas cuadras de mi casa. No esperaba mucho, sólo
un título de licenciatura y ya para que mis papás no me molestaran más. ¿Qué
tan difícil podría ser eso para alguien que siempre sacó diez sin estudiar un
solo día de su vida? Y sí, así de soberbia fui (soy).
En Bellas Artes fui una estudiante bastante promedio, o
menos que eso. Alguien debería prohibir que en la prepa te engañen haciéndote
pensar que eres una chingona porque
cuando llegas a la universidad hay 20 más chingonas que tú y el ego se
apachurra. Yo que soy puro ego sufrí el doble. Al tercer semestre, con 10 kilos
menos, una gastritis marca diablo, la materia principal de la carrera reprobada
y principios de alopecia, me di de baja.
Llegué a la UdeC. Cuna de los primeros hípsters que poblaron
la roma y de juniors creativos con
visión emprendedora. Yo que siempre fui teta y que en la EDINBA le di vuelo a
mi lado pandro, again, no encajaba.
Estaba en primer o segundo semestre cuando conocí a Victoria
Peláez. Una güera flaca mal hablada que vestía cual cebolla con capas y capas
de ropa con las que pretendía esconder su figura parecida a la de Jack
Skeleton. Ella impartía la materia de Principios de Redacción. Con ella sólo
había de dos sopas: o la amabas o la odiabas. Jamás pude odiarla.
Recuerdo que el primer trabajo importante que entregué me
ganó mi lado ñoño y llegué con una bitácora engargolada que incluía, entre
otras monadas, una introducción, un marco teórico, justificación del proyecto,
desarrollo, análisis comparativos y un prototipo del producto. Cuando lo
entregué, puso mi trabajo sobre las hojas engrapadas que entregaron mis
compañeros, me vio a los ojos y me dijo:
– ¿Qué chimba es esto?
– Mi trabajo –dije muy segura.
– Acá no se acostumbra esto. Sólo por eso te voy
a joder todo el semestre, por ñoña. –Y lo cumplió.
Pasó el semestre y me hizo escribir lo que no había escrito
en toda mi vida. Me regresó cientos de hojas tachadas con letra gorda ilegible mientras,
con cara de encabronamiento y gozo, decía: “Marica, puedes hacerlo mejor, así
que hazlo”.
Con ella adapté Aura de Carlos Fuentes para guión de cine; diseñé
una campaña que logró vender un Beetle color
helado de cajeta; jugué a ser Cortázar con mis Instrucciones para Sonreír; conocí a Charles a Bukowski.
Hoy, soy redactora, escribo por gozo y además me
pagan. Lejos estoy de ser escritora pero el mapa me lo dio ella. Han pasado
días y noches, entregas fatales y maestros con iniciativa, pero nadie como Victoria
Peláez. La loca del carro salchicha que te sonsacaba para ir a apostar al casino,
es la maestra que cambió mi vida.